Relatoria de una vista al Museo Casa de la Memoria Indómita

VISITA AL MUSEO CASA DE LA MEMORIA INDÓMITA


Por Mariana Pineda Hernández
Estudiante de la Preparatoria Agrícola en la Universidad Autónoma Chapingo


Al entrar al Museo y pasar por la cafetería observé de un lado del Jardín “Esténciles” de los 43 jóvenes normalistas desparecidos y, del otro lado fotografías de madres luchadoras que viven con la esperanza de encontrar a sus hijos, supe que lo que estaba a punto de ver, me sería difícil de asimilar. Entre las mesas de cafetería y las enredaderas verdes cayendo de las macetas de las paredes leí una frase poderosa: “Nosotros no le quitamos la vida a nuestros hijos ni con el más mínimo pensamiento”. Entonces entendí por completo el sentido, la razón de ser de este Museo.

Tras una breve explicación en la planta baja, subimos la escalera, de frente y plasmada en un mural, una madre indígena triste y cansada abraza con toso su cariño a un hijo ausente. Me imagino en su sitio, me siento sola, desolada. Comenzamos la vista a las salas, objetos personales colgaban del techo, guardados en una caja de acrílico, un reloj, un anillo, un par de lentes, recuerda a “alguien”, queridos por alguien más, esperado por alguien…

En las paredes hay imágenes de jóvenes semidesnudos, contra la pared, heridos, asesinados. Mientras tanto y en las pantallas de algunas televisiones, el presidente inaugura los Juegos Olímpicos del 68, con descaro niega lo ocurrido y yo, desde fuera de la pantalla y muchos años después de sigo sintiendo indignada ante su desvergüenza.

Para ir a la siguiente sala, atravieso unas pesadas cortinas, sin ni siquiera imaginarlo, estoy dentro de un cuarto oscurísimo, con una silla en el centro, justo debajo de un gran foco. De fondo se escuchan declaraciones explícitas de jóvenes torturados por policías del régimen y que lograron sobrevivir. El ambiente y el valor en ñas voces que hablan de golpes incansables, quemaduras de cigarro, inodoros que servían de bebederos, violaciones, etc. Me hicieron sentir un enorme miedo y desesperación, me dirijo a lo que parece una salida y lo que encontré, cuerdas de yute colgando del techo, me hacen estremecer al punto máximo.

Al salir de ese sitio tan cargado, llego a una habitación repleta de retratos, todos de personas jóvenes desaparecidas y me quiero imaginar la historia de todos ellos, que para muchos no serían más que cuadros en la pared, pero que para otros lo son todo. En la siguiente sala, fotografías de madres en las calles con pancartas e incluso cadenas, exigen volver a tener a sus hijos entre los brazos. Del techo cuelgan grandes mantas con consignas pintadas a mano que en algún momento estuvieron a la cabeza de una manifestación. Verlas tan inquebrantables a pesar de su tragedia me hace sentir fuerte y a la vez mi pensamiento viaja hasta mi propia madre, entonces comprendo y agradezco la constante preocupación de demuestra por mí.

Como un pequeño anexo a esta sala, entre rejas de apretadas jaulas, presidentes y secretarios que fueron autores, cómplices y omisores de estos crímenes pagan sus culpas. Algo tan simple y simbólico como esto, tiene entonces un peso enorme, y al final la parte más impactante para mí: la exposición temporal en memoria de los estudiantes asesinados en Sucumbíos, Ecuador.

En la primera fotografía pude ver a mi profesor de Historia, el profe Álvaro, en una conferencia con una playera negra con la fotografía de los cuatro muchachos asesinados, acompañado de la única sobreviviente y de algunos otros jóvenes. Su participación, posiblemente por su experiencia e Historia, me parecía un acto noble. Vi al profesor en la segunda fotografía y en la tercera y en la cuarta y en la quinta… y tuve un pensamiento que de inmediato quise eliminar. De pronto, mis sospechas se confirmaron, Juan González del Castillo, era el único hijo del Profesor.

El pecho se me oprimió y me sentí pequeñita al comprender de golpe tantas cosas. Comprendía porque el profe sostenía el retrato de los muchachos durante las manifestaciones y por qué a pesar de su cansancio se adentró en la selva sólo con una varita como herramienta, por qué utilizaba un antifaz blanco con una lágrima de sangre en una protesta, porque en una pantalla se reproducía un vídeo en el que leía un documento… Me quedó claro el porqué de su manera de pensar y del por qué se interesa tanto en nuestra formación y del por qué difícilmente se ríe, a pesar de recordar tanto la sonora y alegre risa de Juan.

Probablemente lo que me caló más hondo, fue percibir esa realidad, que a veces nos parece tan lejana y ajena, tan cerca de mí, tangible y palpable en una persona que de algún modo forma parte de mi vida.

No encuentro palabras para describir todo lo que este pequeño Museo ha dejado marcado en mí, todo lo que gracias a este sitio he aprendido y todo lo que después de esto veré de otro modo. Menos palabras tengo para el profe Álvaro, a quien solo puedo agradecerle por abrir tanto mi panorama.

Para finalizar, solo puedo decir que todo el valor y la fuerza que residen dentro del Museo, los veo plasmados en mi profesor, a quien le guardo mucho aprecio y quien desde ahora veo como ejemplo de vida, de lucha y de ideales.


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