Historia de una infamia
(Texto tomado del periódico La Jornada del 25 de mayo
de 2012)
Por Gilberto López y
Rivas.
Sucumbíos, historia de una infamia (Refugio Bautista
Zane, et. al., México: Universidad Autónoma de Chapingo-UACM-, 2011) es un
libro de investigación, testimonio y denuncia de un crimen de lesa humanidad,
de una transgresión a las leyes de la guerra, de una violación a la soberanía
de una nación y de la sempiterna injerencia imperialista en la vida de nuestros
pueblos, que ocasionó, el primero de marzo de 2008, el asesinato a mansalva de
25 personas y dejó heridas graves a tres sobrevivientes. De los muertos, cuatro
eran mexicanos, al igual que una de las mujeres heridas. Los cinco eran
estudiantes, con entrada legal en Ecuador, conocidos en nuestro país por su
solidaridad con el pueblo colombiano y que habían llegado el día anterior de
visita al campamento guerrillero, sede del considerado negociador y canciller
de las FARC, comandante Raúl Reyes, blanco principal del bombardeo,
ametrallamiento y ocupación por fuerzas aéreas y terrestres del ejército
colombiano.
Se trató de una acción –propia del terrorismo de
Estado– con múltiples propósitos: a) dar un golpe significativo a la opción
negociada del conflicto armado en Colombia; b) crear condiciones para una
guerra regional contra dos países vecinos inmersos en procesos de cambio de
diferentes profundidades, pero a partir de un rescate de la soberanía nacional
y, en consecuencia, antagónicos a la dominación imperialista encabezada por
Estados Unidos; c) castigar al gobierno ecuatoriano por el desmantelamiento de
una base aérea estadunidense en territorio de ese país, y d) socavar el
protagonismo que el comandante Hugo Chávez estaba forjando en la liberación de
rehenes en manos de las FARC.
De todos los actores políticos regionales involucrados
en el ataque a Sucumbíos, el papel del gobierno de México es el más lamentable,
ya que no ha defendido, hasta la fecha, los intereses de sus connacionales
muertos y heridos en el extranjero; no condenó sus homicidios, ni mucho menos
ha exigido justicia; no se manifestó en contra de una agresión armada contra un
país soberano. Por el contrario, ha permitido e incluso apoyado que los
servicios de inteligencia colombianos se muevan en territorio mexicano como en
su casa, no ha protestado por las amenazas del embajador colombiano en nuestro
país contra los padres de los muchachos, ha apoyado en los ámbitos
internacionales a los gobiernos de los asesinos Uribe y Santos, ha estimulado
la estigmatización de la UNAM y el derecho de sus estudiantes a manifestar sus
ideas y practicar la solidaridad internacionalista, ha violentado el derecho de
asilo y ha expatriado a ciudadanos colombianos de manera ilegal, como fue el
caso del sociólogo Miguel Ángel Beltrán Villegas, quien, por cierto, fue
absuelto de las amañadas acusaciones en su contra. La cancillería mexicana, que
logró cierto prestigio en los días de la Declaración Franco-Mexicana, se ha
convertido en obsecuente accesorio de las fuerzas más retrógradas en el
continente, encabezadas por nuestro buen vecino del norte.
Por las características técnicas y de inteligencia del
ataque a Sucumbíos, particularmente el uso de bombas de precisión, los aviones
utilizados, la logística detrás de las tropas colombianas, así como los
alcances estratégicos de la acción a escala regional, es claro que Estados
Unidos participó activamente en este crimen de guerra, utilizando al gobierno
de Colombia para sus fines de dominación continental y coadyuvando a crear una
peligrosa desestabilización que pudo derivar en una guerra de alcances
inimaginables.
A partir de Sucumbíos, los órganos de inteligencia
colombianos, estadunidenses y mexicanos montan en México una campaña mediática
y judicial encaminada a presentar a las víctimas como peligrosos criminales, y
a la UNAM como guarida de terroristas. Destacan algunos sicarios mediáticos,
cuya labor en los medios fue tan patética que sus artículos no podían
sustraerse del formato policiaco de sus empleadores. Asimismo, se levantaron
denuncias judiciales por grupos de la ultraderecha mexicana, que intentaban
crear un clima de cacería de brujas en contra de quienes hemos manifestado
nuestro apoyo a la justa lucha del pueblo colombiano contra el terror de
Estado. Nuevamente, encontramos la sombra de Estados Unidos orquestando estos
esfuerzos represivos. La incautación de supuestas computadoras del comandante
Reyes, a prueba de bombas y metralla, dieron un material infinito para
sustentar las más absurdas acusaciones en los medios de comunicación y en los
aparatos judiciales al servicio de los poderosos.
Los cuatro estudiantes fallecidos: Juan González,
Verónica Velázquez, Fernando Franco y Soren Avilés, así como Lucía Morett, pese
a todas las acusaciones, calumnias y campañas en su contra, constituyen un
ejemplo de la juventud comprometida con su realidad social; estos
internacionalistas sacrificados en territorios de pueblos hermanos representan
lo mejor de su generación. Pero también, el libro que comentamos tiene a otros
protagonistas que hay que registrar en la memoria, que son las madres y los
padres de estos muchachos que, asumiendo el dolor más grande que un ser humano
puede sufrir, la muerte de sus hijos, no se doblegaron ante esta suprema
adversidad, sino que se levantaron de la pena que los embargaba, se conocieron
entre sí, se organizaron en la Asociación de Padres y Familiares de las
Víctimas de Sucumbíos, Ecuador, profundizaron sus habilidades como voceros,
activistas, redactores, negociadores, denunciantes, con el propósito de hacer
justicia y llevar algún día al banquillo de los acusados a los genocidas. Y
desde entonces no han parado, cada mes recuerdan la infamia en la embajada de
Colombia, difunden materiales por Internet, montan exposiciones, participan en
mítines y manifestaciones. Va para ellos nuestro reconocimiento.
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